Artículo de Flavia Anconetani, Sara Barrientos y Carol Villalón, publicado en la revista anual de la AETG nº40 «Voces Invisibles: Feminismos y Género en Terapia Gestalt» (2020)

Antes de nada queremos agradecer la propuesta, la valentía y el esfuerzo de coordinar la revista. Es una alegría participar en este número junto con las reflexiones y las experiencias de otrxs1 terapeutas que trabajan con enfoque de género, ya que supone una apertura significativa y refleja el cambio que ya se está produciendo.

Este texto parte de que las identidades de género, tal y como las conocemos en nuestra cultura binaria y patriarcal, funcionan como un autoconcepto rígido impuesto desde el exterior. Nos situamos en un marco de fluidez que cuestiona todo esencialismo, considerando que son numerosos los factores sociales y culturales que influyen en la identidad, comportamiento y deseo. Con esencialismo nos referimos al determinismo biológico, es decir, considerar que la identidad hombre o mujer viene definida por el sexo biológico, y que únicamente hay dos tipos de cuerpo/sexo. Esta dualidad hombre/mujer es básica en nuestra cultura aunque no es universal2.

Cuando un bebé nace (o antes, desde el momento que determinan su sexo durante el embarazo), según sus genitales se le asigna un género y a partir de ese momento comienza un proceso de socialización en el que las criaturas aprenden a comportarse y sentirse mujeres u hombres, en una relación de oposición entre unas y otros. Así, se da por supuesto que una persona se identificará de forma estable toda su vida con el género asignado al nacer, y que ese género estará ligado al sexo biológico, también considerado inequívoco y estable. Se produce de esta forma un encadenamiento, una unidad entre sexo, género y deseo heterosexual entre dos seres diferentes y complementarios, que se necesitan mutuamente para completarse. Este binarismo, además, es la base de un sistema de dominación económico, político y social en el que las mujeres no gozan del mismo poder y reconocimiento que los hombres, en el que las mujeres se conciben como “lo otro” devaluado en relación al sujeto-centro “hombre”. Asimismo, excluye o patologiza a las personas lesbianas, gays, bisexuales, trans*3, intersex y personas con prácticas sexuales no normativas4.

En términos gestálticos este sistema binario propicia y acentúa la polarización, reforzada por mensajes constantes que actúan como introyectos en la vida de cada persona. Así, una aportación de la Gestalt es la visión de toda persona como neurótica, es decir, encorsetada en una máscara caracterial que en algún momento le ha sido útil para sobrevivir pero que en el presente representa un límite en su darse cuenta y en la satisfacción de sus necesidades. En este sentido, la repartición de roles y atribuciones en función de diferencias biológicas condicionan la subjetividad y limitan el autoconcepto y las posibilidades de sentir(se), representar(se) y actuar(se) y, por tanto, estamos hablando de una sociedad que favorece la neurosis.

 

El autoconcepto

Siguiendo el pensamiento de la psiquiatra y psicoanalista Karen Horney, la base del conflicto neurótico está en la confusión del yo real (el self) y el yo ideal. El yo real, verdadero núcleo del ser, contiene el potencial para el crecimiento y la autorrealización, así como «la habilidad para aprovechar sus propios recursos, la fuerza de su voluntad y las capacidades o dones especiales que pueda tener; la facultad para expresarse y para relacionarse con otros por medio de sus sentimientos espontáneos» (Horney, 1950).

Ante las expectativas y exigencias familiares y de su entorno afectivo, lxs niñxs se sienten indignxs de amor y perciben que su yo es despreciable (lo que la autora llama el yo real despreciado). De este modo comienzan a hacer una reestructuración de la imagen del yo real despreciado en una imagen del yo ideal que deberían ser, para sobrevivir en un mundo hostil y lograr el amor y aprobación que necesitan. Así, se produce el distanciamiento del yo real y se sustituye por un yo idealizado. Y en la “búsqueda de la gloria” sucumben a la tiranía de los debieras: «la persona siente lo que debería sentir, desea lo que debería desear, le agrada lo que debería agradarle» (Horney, 1950).

En Gestalt, la noción de autoconcepto de Fritz Perls es muy similar a la de Horney y afirma que, en muchos casos, la imagen idealizada del yo es completamente errónea y representa lo contrario de lo que una es, impidiendo cualquier expresión genuina (Perls, 1976). Así, el autoconcepto consiste en “seleccionar interesadamente algunos aspectos de nuestra personalidad, identificarnos con ellos y mostrarnos así de limitados y previsibles ante el mundo” (Peñarrubia, 1998). Nos identificamos con unas cualidades y nos alienamos de otras, en la búsqueda de una coherencia con una imagen idealizada. Cada cualidad con la que me identifico tiene su opuesto del que me alieno.

Una aportación significativa al estudio del autoconcepto es la de Carl Rogers, quién lo considera el resultado de la auto-percepción y de la percepción de la demanda externa, siendo la síntesis de tres factores: el yo real (cómo me veo), la autoestima (cómo me valoro) y el yo ideal (cómo megustaría ser). El grado en el que el autoconcepto coincide con la realidad dependerá del grado de congruencia o incongruencia de la persona. Esta incongruencia surge en la infancia cuando lxs niñxs aprenden que reciben amor cuando “se lo ganan”, siguiendo las expectativas de sus familias.

Para desarrollar un autoconcepto congruente es imprescindible que la persona perciba reconocimiento y amor incondicional por lo que es, y de este modo, no tenga que recurrir a falsearse para ser aceptada.

De todo lo anterior se desprende que el autoconcepto no es innato ni se origina en el interior de la persona, sino que está fuertemente condicionado por la mirada externa, las expectativas y normas sociales. En este sentido, las identidades de género son definidas por Azucena González como “las actitudes, creencias y valoraciones con respecto a una/o misma/o y a las demás personas, establecidas desde la asunción del género que se asigna socialmente y se reproduce en el ámbito de las relaciones” (González, 2013). Dichas identidades son el resultado de la interacción de la persona con el contexto (el campo) en un proceso de aprendizaje, imitación y reproducción en el que nos tragamos un sinfín de introyectos sobre cómo son, cómo se comportan, cuáles son sus capacidades y cómo se relacionan hombres y mujeres.

Estos introyectos/mandatos de género en clave polar y jerarquizada implican también que las características asociadas al polo de la masculinidad gozan de mayor reconocimiento social que aquellas asociadas al polo de la feminidad. En ese encadenamiento hombre-masculino- heterosexual y mujer-femenina-heterosexual se establece un modelo ideal, que corresponde al imaginario colectivo más que a la realidad social donde la diversidad desborda la norma. Pero, a grandes rasgos, el modelo de feminidad tradicional podría definirse por el cuidado de la imagen y la belleza, la fragilidad, la emocionalidad, la falta de límites con el entorno y el ser para otrxs, el destino como cuidadora de la vida y la familia, o la pasividad y receptividad en la sexualidad. Y el modelo de masculinidad tradicional vendría definido por el cultivo de la potencia física, el sentirse capaz, la racionalidad, la independencia, el ser para sí mismo, o el rol dominante y activo en el terreno sexual. Podemos decir, por tanto, que el sistema de identificación de género y los mismos conceptos de masculino y femenino se basan en la construcción de una polaridad que conlleva un proceso de introyección y proyección de sus contenidos, tanto a nivel íntimo como social.

Es necesario, pues, partir de esta visión estructural para abordar en terapia el malestar y el conflicto interno que en muchos casos están vinculados a estas construcciones identitarias rígidas, limitantes y perpetuadoras de desigualdades.

 

La práctica terapéutica

La identidad es necesaria, nos da sentido y coherencia, un lugar desde el que percibirnos, entendernos y categorizar el entorno para poder relacionarnos. Hay personas que legítimamente pueden sentirse cómodas y encajar en las identidades más normativas hombre/mujer y todo lo que viene asociado, gozando de cierta coherencia. Hay personas que frente a la amenaza de exclusión harán lo posible por encajar en alguna de las categorías disponibles, experimentando una sensación de incompletud al acceder a los espacios emocionales y sociales permitidos, y encorsetándose en una percepción de si rígida que favorece el reconocimiento social. Hay otras que no encajarán en las categorías disponibles y cargarán con una sensación de no pertenencia que puede subvertirse en una experiencia sanadora en el caso en el que consiga articularse con espacios identitarios incluyentes compartidos con otras semejantes desde los que nombrarse.

Pero, una identidad demasiado coherente aunque no normativa no deja de ser también restrictiva y rígida. Así, no se tratará, pues, de eliminar el autoconcepto o la identidad, sino de flexibilizarla, ampliarla, relativizarla y completarla. El reto en psicoterapia estará en lograr abrir la mirada sobre la identidad, el género y la sexualidad más allá del binarismo y crear un contexto de posibilidad de ser y sentir amplio e inclusivo para que quienes no encajan en unas normas de género restrictivas puedan expresarse de forma genuina. Para ello, es esencial contemplar la infinidad de diferencias subjetivas, creativas y dinámicas que ponen en discusión la existencia misma de unas categorías de género estáticas y dicotómicas.

Para flexibilizar el autoconcepto generizado en terapia, el punto de partida es abordar los introyectos de género que están en la base de dicho autoconcepto y las polaridades hombre/mujer, masculino/femenino, hetero/homo que con él se relacionan, dando margen a la exploración y la libertad.

Un proceso individual pasa por una profundización de la experiencia de lx paciente, de sus respuestas y de su organización interna, para lo cual es fundamental no generalizar y observar la forma personal de elaboración de los introyectos y de los otros mecanismo de defensa que se relacionan con ellos. Sin embargo al tener en cuenta cómo los mandatos de género realizan una profunda educación cognitiva, afectiva y corporal, tendremos un sistema de referencia útil para entender los matices individuales.

El proceso terapéutico se constituye en parte como un proceso de liberación de una serie de imposiciones externas que se convierten en endógenas y en el trabajo con estas polaridades resulta interesante mover la atención hacia una revisión detallada y personalizada de las características que se viven como negadas por encarnar una determinada identidad. Al mismo tiempo habrá que atender los efectos que genera la vivencia de las incongruencias internas respeto a ellas, acompañando la revisión crítica de los significados que establecen que dicha incongruencia exista.

El autoconcepto que surge de la reacción individual a la imposición de un marco dicotómico de género atraviesa de forma transversal y continua el recorrido vital de las personas, su lectura del mundo; no se trata de trazar unas directrices claras a seguir en el quehacer terapéutico feminista. Sin embargo, basándonos en la experiencia de trabajo, tanto en procesos individuales como en procesos grupales, resaltamos algunos puntos para ponerlos como ejemplo del tipo de enfoque que se puede aplicar. Hablaremos así del ciclo de la experiencia, de las emociones y de la vivencia corporal.

Al considerar las imposiciones de género como un conjunto de introyectos relacionados, el ciclo de la experiencia y la forma de bloquearlo puede ser observado en base a esto. Pondremos como ejemplo lo que venimos observando en términos generales en talleres y grupos terapéuticos con mujeres para desarrollarlo. El reconocimiento de las propias necesidades tiene que ver con la percepción de poseer el derecho a tenerlas; en la fase de la sensibilización, el mismo darse cuenta de estar necesitando algo se ve dificultado por la atención puesta en el cuidado de las necesidades ajenas y en la fantasía de autorrealización a través de ello, expresándose en forma de proflexión. En este punto se pone de manifiesto la percepción de que la satisfacción de las propias necesidades va en detrimento de la de las demás personas. El mandato de pasividad, que se relaciona con la falta de acceso a los espacios públicos y que genera un tabú alrededor del deseo, priva al sujeto mujer de la capacidad de acción y del desarrollo libre del instinto agresivo. Existe un bloqueo, a menudo relacionado con una emoción de culpa y vergüenza, que complica el contacto directo con el exterior para la satisfacción de una necesidad propia. La dificultad de establecer el contacto dificulta a su vez la realización de la retirada, y genera un apego al objeto o persona que en algún momento supuso la satisfacción de una necesidad, conllevando situaciones de dependencia, frustración, falso apoyo y falta de límites.

Desde el punto de vista de las emociones, éstas pueden ser entendidas como construcciones psico-culturales y como tales habrá que abordarlas. Desde la infancia lxs niñxs son educadxs para acceder, o no, a determinados tipos de emoción. Esta influencia cultural, que se sostiene mediante un sistema más o menos sutil de prohibiciones, premios y castigos, acaba distorsionando la función emocional misma volviéndola en muchos casos disfuncional. Nuestro autoconcepto determina el acceso que tenemos a nuestras emociones, tanto a nivel de contacto con ellas (sus contenidos), como a nivel de expresión (sus lenguajes). El trabajo pasa por reconocer las emociones negadas y entender cuáles son las sustitutivas así como de qué manera éstas últimas desvían la experiencia desestructurando el trabajo de autorregulación.

Otro aspecto interesante a la hora de abordar el autoconcepto es la vivencia corporal. Los mandatos estéticos crean una percepción segmentada de la experiencia corporal, una mirada externalizada y desconectada del cuerpo como organismo. La performance con la que representamos nuestro género supone una limitación de nuestra expresión y autopercepción. El encajar o no en determinados parámetros produce además un sufrimiento específico y será necesario revisar las demandas implícitas y explícitas a las que nos vemos sometidxs, ya que el cuerpo es el primer lugar en el que se manifiesta la violencia recibida y los efectos del mecanismo de retroflexión. En este sentido, según la mirada del análisis bioenergético que considera que entre el cuerpo y la estructura del carácter hay una relación de íntima reciprocidad, podemos además plantearnos cómo esta forma limitada que tenemos de experimentarlo puede modificar nuestra propia percepción del mundo. Los mandatos físicos propios de la educación de género (“siéntate con las piernas cerradas”, “no ocupes espacio”, “calla”, “sé fuerte”, “hazte valer”..) no sólo se dirigen al uso que hacemos de nuestro cuerpo, sino a nuestra estructura cognitiva y emocional que se plasma y se hace crónica en él.

La perspectiva feminista en psicoterapia puede contribuir así a desmontar la cultura patriarcal y la devaluación de las mujeres y lo considerado femenino y a transformar la sociedad en clave de equidad de género, creando el espacio para las personas que no concuerdan en las categorías de género binarias.

Para ello es importante que como terapeutas nos hayamos cuestionado nuestro bagaje y posición dentro del sistema sexo-género-deseo: sea cual sea nuestra vivencia personal es evidente que incide en nuestra percepción de la realidad. En este sentido, la práctica gestáltica sin cuestionamiento ni revisión puede contribuir a reforzar las categorías esencialistas y el malestar generado por ellas.

Así, nos gustaría nombrar algunas intervenciones terapéuticas que hemos presenciado o vivido en primera persona que refuerzan este esencialismo y binarismo a través de juicios que provocan una revictimización y retraumatización de la persona, generando una mayor incoherencia interna y falta de aceptación en vez de acompañar en la integración y la autenticidad del ser. Hablamos por ejemplo de los intentos de encontrar una explicación a una expresión de género no normativa o una orientación sexual no hetero, conceptos que además son a menudo confundidos, es decir, que la expresión de género (no cumplir con el ideal de feminidad) es vinculada directamente a la orientación del deseo (ser lesbiana). En el intento de justificar estas anomalías de ser “marimacho” o “bollera” se recurre a explicaciones variopintas y a menudo contrapuestas como la búsqueda de la mirada y el amor del padre, la falta de un referente masculino positivo, un padre alcohólico y violento o un trauma con los hombres por haber vivido abusos sexuales, entre otros.

Asimismo, también en ocasiones se ha sugerido que esta discordancia con el modelo de feminidad tiene que ver con la ausencia de conexión con el útero o como un problema de aceptación del “ser mujer”. Estas lecturas, cuya intención suele ser la de integrar y no al revés, tienen sin embrago el efecto de fomentar la incoherencia y el sufrimiento internos o la sensación de inadecuación, en forma de “no encajo, hay algo que está mal en mí, no soy una persona como tengo que ser, soy una freak, un bicho raro”.

Las categorías sirven para explicar el mundo cambiante, y deberían ser dinámicas y amoldarse para reflejar a las personas reales y no al revés.

Por otra parte, en formaciones y talleres gestálticos asistimos a una falta generalizada de referentes y experiencias diversas en cuanto al género y la sexualidad. Así, son habituales trabajos en los que la consigna es la separación entre hombres y mujeres para trabajar lo masculino y lo femenino, en donde se pide una rápida identificación dicotómica para poder participar de una integración presuntamente necesaria bajo criterios esencialistas.

Asimismo, nos encontramos con una continua invisibilización del amor homo-lésbico en los talleres de sexualidad, con la frecuente alusión a las prácticas coitales como máxima expresión del encuentro sexual o la persistencia de explicaciones edípicas clásicas que consideran la identificación y el deseo como mutuamente excluyentes.

Queremos referirnos también a los conceptos de energía masculina y femenina, que en nuestra opinión cristalizan una visión cultural y políticamente estructurada de divisiones que, como hemos visto, son arbitrarias y limitantes. Aunque las cualidades en sí mismas existen, esta nomenclatura que asocia lo pasivo y receptivo con lo femenino (es decir, con las mujeres) y lo activo e invasivo con lo masculino (es decir, con los hombres) perpetúa la naturalización de roles de género rígidos.

Una mención especial queremos hacer además al uso del lenguaje respecto al empleo del masculino genérico. Como gestaltistas sabemos de sobra que poner conciencia en el lenguaje nos permite afinar el darnos cuenta de lo que nos pasa, favoreciendo cambios orgánicos en dirección de la autorregulación. Y así una vez que le hayamos puesto conciencia, cada vez que escuchamos la palabra “hombre” como sinónimo de ser humano, nos impacta darnos cuenta de que nos habíamos acostumbrado a ello desde temprana edad, en este proceso de aprendizaje y aceptación que se da en la interacción social y que se llama culturalización. En una ponencia, en un texto, o en cualquier contexto de trabajo grupal que suponga entrega y confianza, vernos obligatoriamente incluidas en un masculino genérico, fruto de siglos de invisibilización intencionada, nos vuelve a colocar en una situación de exclusión. Lo podemos trabajar a nivel personal: no me siento vista… ¿cómo reacciono frente a esto? Me ofendo, me enfado, me aíslo, me callo; de acuerdo, pero la experiencia presente es que no me están nombrando. ¿Es posible optar para una práctica que intente reparar este dolor en vez de hacerlo revivir de forma tan sutil?

Sorprende que en un contexto en el que se da tanta atención al cómo lo inconsciente (personal y colectivo) se manifiesta a través de la expresión verbal, sigamos pasando por alto el lenguaje sexista y la experiencia de no ser nombradxs (y siendo que la mayoría de participantes en cualquier actividad terapéutica son mujeres). Lo que no se nombra, no existe.

Es importante considerar que en los espacios de trabajo terapéutico, en los que la invitación es a abrirse y a rebajar las defensas, el efecto de estos posicionamientos implícitamente excluyentes puede llegar a ser incluso más doloroso que en otros ámbitos sociales, bien por la transferencia a la cual estamos inevitablemente expuestxs, bien por la admiración y confianza que depositamos en las personas que llevan el trabajo y a las que nos acercamos con una disposición de entrega que favorece cierta vulnerabilidad.

Sólo revisando nuestro bagaje y socialización de género y permitiéndonos explorar y ampliar nuestro propio autoconcepto podremos acompañar a otras personas en la elaboración del malestar provocado por la interiorización de los mandatos de género y apoyar la expresión genuina del ser.

 

Conclusiones

Teniendo en cuenta que todo evento psicológico ocurre en el límite de contacto entre la persona y su ambiente, la salud o la neurosis individual se juegan en el resultado -mutuamente satisfactorio o no- de esa interrelación (Perls 1976).

Pensar en la transformación individual sin tener en consideración la necesidad y la importancia de la transformación del ambiente es un error no sólo metodológico sino ético y político, es un devolver la responsabilidad completa de cambio a la persona que encarna el malestar y la violencia. Así que a la hora de trabajar en dirección de la salud, es una responsabilidad básica la de dirigirse a la salud comunitaria y colectiva, con una idea de transformación que pueda trascender las paredes de nuestras consultas.

El leitmotiv de la Gestalt “esto es tuyo” nos mueve a poner atención a las respuestas individuales más que al contexto socio-político-cultural en el que esas respuestas se insertan. Sin embargo cuanto más podamos entender el contexto, tanto más podremos profundizar en los matices y respuestas personales y evitar el riesgo de retraumatizar a las personas que acuden a nuestra consulta. Una cosa no quita la otra, más bien suma visión y comprensión de la experiencia.

Será importante hablar entonces de salud social, tanto en el trabajo con colectivos que comparten la experiencia de la discriminación por habitar un lugar periférico en el marco del orden y de los valores establecidos, como el en trabajo con la las personas que en ellos encajan. Al introducir una mirada feminista, por lo tanto cultural y política en nuestro trabajo terapéutico, estamos optando por un posicionamiento de transformación social y nos sólo individual en nuestra práctica profesional.

 

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1 Optamos a partir de ahora en el resto del texto por usar la x como lenguaje inclusivo que incluye todas las identidades de género posibles.
2.Para un estudio comparativo entre construcciones de género culturalmente diferenciadas véase Françoise Héritier, 1996.
3.Utilizamos el asterisco para visibilizar diversidad de experiencias e identidades trans (transexuales, transgénero, travesti, no binarias, de género fluido, etc.).
4.Cabe aquí señalar que la homosexualidad se eliminó por completo en el DSM III en 1986 y de los manuales de la OMS en 1990. En el caso de la transexualidad, dejó de considerarse trastorno por parte de la OMS en 2018 y en el DSM V en 2013, aunque aún se mantiene la denominación de disforia de género y su enfoque patologizador.

 

 

Bibliografia

González, A. (2013) Perspectiva feminista y gestalt. Tesina AETG

Héritier F., (1996) Masculino/femenino: el pensamiento de la diferencia. Barcelona: Ariel

Horney, K. (1986). Neurosis y madurez. Buenos Aires: Psique

Peñarrubia, F. (1998). Terapia Getsalt. La Vía del vacío fértil. Madrid: Alianza editorial.

Perls, F. (1976). El enfoque gestáltico. Testimonios de terapia. Chile: Cuatro Vientos.

Rogers, C. (1981). Psicoterapia centrada en el cliente: práctica, implicaciones y teoría. Barcelona: Paidós.

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